«La cicatriz», de Luis Rosales

A cada hombre le tendríamos que hablar en una lengua distinta,

a cada amigo le tendríamos que hablar con una voz distinta

para que nos pudiesen comprender,

pero la lengua personal es tan fiel a sí misma,

tan incomunicable

que las palabras son como ataúdes

y sólo llevan de hombre a hombre

su andamio agonizante,

su remanente de silencio

y su estertor.

Como aquella mañana

en que al sentarme en el autobús

vi a mi lado una antigua  moneda romana,

una medalla

o una lápida

que hablaba masticando las palabras;

era una campesina ya embebida

por la intemperie de la noche a tientas

y de la vida a ciegas

que me miraba con un poco de luto en las pupilas

como queriéndome abrigar,

y yo no supe contestarle,

y yo callaba junto a ella

porque mi lengua personal es inventada,

enfática,

y como no me sirve para hablar con un obrero o con un niño,

y como no me puede dar la absolución

a veces tengo que ocultarla como se oculta el dinero en la cartera,

a veces tengo que callar

como hice entonces,

sintiendo de repente

la incomunicación

igual que el aletazo de un murciélago,

con su golpe de trapo,

y su asco parcelado sobre su rostro,

donde el labio que calla va convirtiéndose en cicatriz.

 

Luis Rosales
Como el corte hace sangre