Entrevista a Alicia Es. Martínez: «Nacemos y morimos en la misma casa y solos.»

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Amor, muerte y casa se encadenan en cada uno de los poemas. ¿De dónde procede, cómo nace, ese triángulo de elementos?

Ninguno de los tres conceptos responde a categorías absolutas en mi poesía. De hecho, se intercambian como sinónimos y antónimos de sí mismos en una suerte de danza de la vida. El amor es a veces casa, es hogar, es refugio; en otros poemas el amor es entrega y recepción, como habitáculos del otro, es exploración de uno mismo en el espejo que somos, es generosidad; el amor es también muerte por lo que ésta simboliza, es la desaparición del yo, su suicidio, es la búsqueda de uno mismo a través de la comunión con el otro, con los otros. El amor es antónimo de ego. Y, por supuesto, es también erotismo y juego, búsqueda de la ternura y el placer. Otras veces, la casa es muerte porque es encierro, porque impide el vuelo, porque insistimos en el estancamiento. La casa es la vida: la acumulación de historias.

¿La casa es entonces todo?

La casa somos nosotros, una contradicción permanente porque vivimos en la reflexión constante, pero nacemos y morimos en la misma casa y solos, por más que mutemos, que avancemos. Y nuestras ‘babas’ son esencia nuestra sumada a los restos de los otros que nos han ido acompañando y abandonando a lo largo del camino. Somos los otros. Esto es una constante, de todas formas, en mi poesía desde Corazones de Manzana: «O somos todos o nada somos» o «Tú eres: nosotros al otro lado del espejo».

En este poemario juegas más con las imágenes poéticas, con la evocación. ¿Es un objetivo de revelación de un paisaje, de un contexto, de una «tú» fusionada con ambos o cumple otra función?

Mis imágenes poéticas son reflexión, muchas veces incluso clarividente, y búsqueda de la belleza poética a partes iguales. Son mi visión del mundo. Una especie de alucinación de mi entorno. Es así como yo veo. De hecho, cuando no escribo poesía, en mi vida diaria, me rodeo de esas imágenes, de ese ver el mundo desde la poesía, y lo hago inconscientemente. El resultado es, por un lado, una belleza que duele y, por otro, un terror destilado. Esto que, cuando era niña, era visto con simpatía y a veces preocupación por mis mayores, con la madurez se ha convertido en un salvavidas. No hay separación entre el yo poético y la imagen. Cuando hablo de los girasoles engañados por soles artificiales es exactamente eso lo que yo vi en los campos andaluces (espejos plantados para multiplicar el sol y que los girasoles estén más tiempo abiertos y tengan más tiempo de producción) y escribí en el momento y esa imagen me conduce, como si se presionara un resorte en mi cerebro, a la subsiguiente certeza sobre cómo me siento en ese momento: en las sombras del girasol. Y de ahí nace un poema, meramente descriptivo, íntimo.

Pero de ahí surge algo más…

Después están las otras lecturas, de las que me doy cuenta al cabo de meses: los girasoles engañados son una metáfora fascinante del capitalismo y cómo estamos explotados por el sistema, por sus falsas luces y eso me aboca a vivir en las sombras de la sociedad y eso lo convierte en un poema social. Y hay hasta una tercera lectura: el ser humano vive históricamente engañado, siguiendo la estela de falsos líderes, de falsas creencias, de falsas ideologías. No es sólo el capitalismo: está en nuestra naturaleza colectiva. De ahí, la frustración, el desengaño, el desencanto,… Y ahí tenemos un poema de la reflexión. Por eso jamás me atrevo a etiquetar a un poeta.

 ¿Por qué un poemario más íntimo, más femenino, más pegado a la tierra?

Supongo que podemos afirmar que es un poemario más maduro, de asunción. Si lees los tres poemarios seguidos te percatas de ese crecimiento, de la evolución de una persona que va comprendiendo, aprendiendo y desaprendiendo sobre sí misma, sobre los demás, sobre el mundo. Una persona que sabe de dónde viene y que tiene más o menos claro hacia dónde quiere ir, por dónde, con quién, con quién no. Más íntimo porque pese a mi empeño en verme en los otros, de buscarme en ellos, sé que dentro estoy yo y me esfuerzo por recuperar ese yo para no volverme loca. Ahí entra también la feminidad: siempre he aborrecido la etiqueta de poesía escrita por mujeres, incluso daba a leer mis poemas sin saber que eran míos a diferentes amigos para que intentaran averiguar si estaba escrito por un hombre o por una mujer, curiosamente siempre decían que por un hombre: huía de mis cualidades femeninas.

¿Y ahora ya no?

 Ahora ya no, forman parte de ese yo que estoy tratando de recuperar. Una recuperación que me está costando algunos cadáveres, pero es necesaria, para mi equilibrio personal, familiar y poético. Y más pegada a la tierra, sí. Es exactamente la misma búsqueda: volver a mis orígenes para investigar mi yo en ellos: los paisajes, sabores, olores infantiles y también ancestrales: la Tierra, la Madre.

Háblanos del caracol, de la caracola, de lo que te inspiraron esos versos de Federico de Arce que aparecen al inicio del libro.

Es muy complejo y sencillo a un tiempo. Siento fascinación por los caracoles, como animales (de hecho me encantan, sobre todo como los cocina mi madre), colecciono caracolas, como objeto: su belleza, colores, brillo, su forma, la magia sonora que ocultan. Y el símbolo al que aluden es todavía más fascinante: el fin y el principio confundidos,  todo como parte de una espiral que regresa una y otra vez y que, al mismo tiempo se aleja, el pensamiento, la evolución que es introspección y autoconocimiento, su viscosidad como algo a un tiempo suave, tierno pero también repulsivo para muchos, su timidez, su carácter esquivo, como debe mantenerse el poeta, como diría Chantal Maillard. Y todo ello relacionado con el maravilloso hallazgo de Federico de Arce que cuando me dio el título no recordaba el poemilla de la introducción, lo encontró entre unos papeles este verano: en casa, tienes la tumba. Mueres donde naces, en la misma indefensión, y el que finalmente muere eres tú con tu casa  a cuestas, con toda tu vida lo que has ido cargando a la espalda.

Y entonces la casa del caracol es su tumba…

Claro, somos nosotros. No puedes deshacerte de ti mismo. Esos objetos inmateriales son a veces más pesados que los materiales, tano que para evitarse el peso simbólico hay personas que se aferran al objeto material, al real, mimándolo, cuidándolo, porque ahí está su historia, está él, está toda su vida, y deshacerse de esos objetos sería perderse irremediablemente en el olvido, y el olvido es la locura. Al llevar físicamente el objeto, la carga emocional se descarga en él. Esta idea está magistralmente reflejada en la portada de Jesús del Verbo, tomada en Montmatre, en París, el año pasado.

¿Qué significa este libro en tu vida poética? Un testimonio, una experiencia, una reflexión, un hálito, un vómito…

Yo creo que es un punto de inflexión. A partir de este libro estoy afianzando mi lenguaje poético que es caleidoscópico, lleno de aristas, en absoluto uniforme, porque yo no lo soy. Soy múltiples voces, numerosas ‘alicias’. Y eso ya lo he asumido. Ninguna de ellas puede prevalecer sobre las otras, como intentaba antes, está en mi naturaleza ser muchas. Es esa asunción. Y no es un vómito porque es un libro escrito muy despacio, muy espaciado en el tiempo, muy trabajado, palabra a palabra, verso a verso. Tampoco una expiación, ni me fustigo ni expío mis pecados puesto que no tengo esas palabras en mi vocabulario. En un mundo no católico como el mío la culpabilidad no existe, sólo la responsabilidad.

Leer poemas de En casa, caracol, tienes la tumba

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