Todo era gris y desconchado,
rencoroso y atroz. Las criaturas
maduraban muy pronto en lo peor:
el capricho, el sadismo, los instintos
cainitas. Solían ponderarse,
febrilmente, modelos alemanes
de aviones, masacres contra indios
en los peores westerns,
razzias imperialistas con lanceros.
Se burlaban del Negus,
y en las fotos de Gandhi
clavaban un gargajo muy reído.
La hora del recreo era temible:
imponían su arbitrio los más bestias:
retacos ya con bíceps abultados
y repuntes de barba
que, sólo por mirarles, te insultaban,
te tiraban al suelo, te hacían comer tierra
o te la deslizaban hasta el sexo
después de abrirte la bragueta.
Si te veían renuente a sus depredaciones
de tártaros borrachos,
con torturas más fuertes la emprendían:
empujarte y frotarte contra los urinarios
que rezumaban baba y pestilencia,
obligarte a jugar una partida
de una ruleta tosca y despiadada,
propia de rabadanes y espoliques
en la antigua Caldea
que, mediante una taba de cordero,
en funciones de dado,
sorteaba dignidades: rey,
verdugo, condenado o reo,
y administraba duros cintarazos
que prohibían, no sólo las lágrimas,
sino el quejido, el rictus de dolor.
Nunca vi a los maestros
cortar las salvajadas. Impensable
acudir a la denuncia:
iba en ello la honra.
Todo era abotargado, el aire no corría,
instalándose en aulas y pasillos
como una rata hedionda y desventrada.
Todo era miserable, sórdido, sometido.
Pero llegaba abril y en los arriates
escondidos del patio,
una mañana con aire más tibio,
y sin tarjeta de presentación,
estallaban las lilas
y ellas te consolaban
un año y otro y otro.
Todavía,
al asaltarte su delgado aroma
en una encrucijada del Retiro,
sesenta años después,
se humedecen tus ojos.
Antonio Martínez Sarrión
Poeta en Diwan
Tusquets Editores