Nunca creí que Madrid pudiera ser amada
por las almas frágiles que buscamos
un pedazo de calor y desgarramos
los mensajes pueriles
con los que calles y plazas son día a día profanadas.
Pero el amor estalla detrás de cada esquina,
en cada mirada que recojo los lunes deshechos
cuando la vida cuesta un poquito más
de la cuenta.
Me enamoro de esos fuegos
que pululan en los bares,
de las guitarras que arrojan
una nota de luz sobre las bocas tristes.
Parece que la muerte aquí no existe,
y que un coro eterno interpreta la melodía
de ruido y fiereza que nos sepulta
sin que lo advirtamos.
Del cielo caen chorros calientes
y las sombras lánguidas de los árboles
se arquean y maceran su fragancia
de tierra y de sal.
Muchos pasean y pocos contemplan
el agua que nos crea,
las curvas pestañas que vibran
en el centro de esta nada que nos infunde
la falsa ilusión de ser algo.
El tiempo se detiene en Debod.
Los jóvenes invocan a la vida
entre bocanadas de tabaco rancio,
tragos espumosos
y canciones mal entonadas.
Hablan de los sueños perdidos,
se aferran a la juventud que se les escapa,
temen recordar en lugar de ser recuerdo.
No saben que el tiempo no es lineal.
Que no avanza hacia la muerte,
sino que esta es aquí y ahora,
más cierta que cualquiera de los besos
lanzados a los personajes esculpidos por nuestra mente.
Más cierta que el traqueteo de los cuerpos tambaleantes,
más que la firme proclamación
de ser porque se respira
este aire contaminado.
Laura Carrillo Palacios
El baile de los girasoles
Editorial Gato Encerrado
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