En el verano antiguo quemaban los rastrojos
y eran llamas grandes, dentro del calor del campo.
Era salvaje y pletórico el cálido verano
y los ríos llenos de báquicos muchachos erectos
se unían al enorme sopor del secarral,
al grito del grillo y la chicharra meridiana…
Y mientras todo era ardor y agua,
volcán y verde, la juventud despertaba al sol
henchida y gozosa de lujuria, delicada y salvaje.
Ahora me cuesta creer –aproximando el verano–
que haya sido yo (ese casi perdido yo joven)
quien viviera incendiado de higueras y de pámpanos,
de siestas sexuales y apetitos de noche
en aquel verano, ocioso y largo, en el que yo
gozaba sudoroso y dulce, persiguiendo cuerpos,
henchido de savia y tan eterno –tan sin tiempo–
como eterno es el verano de la juventud,
el tiempo loco de faunos y cigarras,
el tiempo en que todo parece estación de la vida
y sólo existe –sólo– una vida soez e imperturbable.
Luis Antonio de Villena
Los gatos príncipes
Visor